
Viene de adentro, de las vísceras.
Viene del intelecto.
Viene del instinto.
Llega marcado en el anca, como un ganado ancestral que aparece desde la noche de los febreros y desaparece, como todo remedio del alma, apagándose casi sin darnos cuenta y sin dejar rastros visibles.
Es opaco, como de “paleta baja” pero que - por la calidez de tonos y la gama de matices que vibran bajo la luz incierta de las bocacalles - parecería que estamos frente a un cuadro expresionista escapado y viviente, que el marco no pudo contener.
Es crítico desde el alma.
No hay mascarito ni murga que no libere sus sentimientos – a veces desordenadamente – para gritar sus dolores, sus alegrías, sus miedos, sus deseos, su solidaridad o su repudio, frente a los demás. Pero siempre desde lo humano y personal; pocas veces desde lo institucional.
Y es impúdico.
Generosamente impúdico.
El carnaval desnuda prejuicios, vergüenzas y se instala en el trono de Momo para decir - sin pelos en la lengua aunque sí con poesía, arte popular y una cuota grandísima de sinceridad - lo que durante todo el año calla o duerme en el espíritu popular.
Y es humor.
Grotesco humor.
Roza lo negro, acaricia lo fantástico y se ahonda en el simbolismo para darnos desde una mezcla de instinto, pasión e intelecto, una gama de momentos individuales o colectivos de alto contenido plástico, de riquísima expresión popular y una muestra muchas veces incomprendida de cultura local.
Y no es un carnaval turístico.
Va más allá, por suerte.
Va más adentro.
Se abraza al alma.
Y, en las ropas incoherentes e inarmónicas de los “mascaritos sueltos”, con sus formas sensuales a fuerza de almohadones cómplices y voces aflautadas en busca del anonimato; en los murguistas de ropas prestadas del año anterior, con falsos lujos y gargantas maravillosas, críticas y amorosas; en los carros adornados – riquísimos en espíritu y pobres en material – ocupados por reinas pueblerinas y soñadoras y un público casi igual en sentimientos pero estaqueado en los cordones de la vereda – un poco sorprendido, un poco divertido, un poco envidioso – transcurre uno de los carnavales más humildes por fuera, pero tan maravillosamente rico, tan apasionadamente enamorado desde adentro, tan sencillo como todo lo que realmente vale, que si lo miramos y lo vivimos con la mente, el corazón y el alma generosamente abiertos, no podremos olvidarlo.
Y llegará a nosotros, nos estaqueará al cordón de la vereda o nos hará tapar la cara con un trapo, nos hará aflautar la voz con pudor y miedo a ser descubiertos y nos hará mezclar con otros mascaritos.
Y el calor de todos juntos y la algarabía y los gritos y los saltos y las corridas nos llevarán a ese mundo extraño pero real, oscuro, brillante, humorístico, crítico,
sencillo y profundo, humilde y bello, personal y generoso.
Ese mundo contradictorio, vital, agridulce.
Ese mundo carnavalero que todos los años volverá desde la noche de los febreros - como un remedio del alma – y luego desaparecerá casi sin darnos cuenta y sin dejar rastros visibles.
Ricardo Ríos Cichero.
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