












En un acto realizado en el mismo Museo de la Revolución Industrial, el 24 de mayo, se dio por presentada a "pared en blanco" la idea de pintar el Mural en homenaje a obreros y obreras del ex frigorífico ANGLO. Para ello, y con la presencia del Sr. Intendente Municipal, el dibujante y pintor Ricardo Ríos Cichero, que será autor de la obra, hizo una magnífica alocución referida al contenido del mismo.
Atentamente, un centenar de personas, entre los que se encontraban viejos obreros y empleados de la fábrica, siguieron la alocución que tuvo ribetes muy altos, que se merecieron las lágrimas de muchos, por el hondo contenido emotivo y rememorador de los años pasados en estos edificios, "cuyos fantasmas son celosos cuidadores" y donde el color de los dibujos y algunos máscaros picarescos le pondrán un cierto humor a cosas que no necesariamente fueron para reir, pero que el mural buscará presentarlos como hechos históricos relevantes, con riqueza y fuerza tal que convoquen al recuerdo y al respeto a nuestros antecesores.
"Quisiera".... En una introducción también hondamente emotiva, la Sra. Berta Fernández, conductora de la ceremonia, hizo referencia a los antecedentes de la idea del Mural (que se explica en otro sector de este mismo sitio) y procedió a dar lectura al texto de "Quisiera" (también en este blog) de autoría del Sr.René Boretto, Director del Museo, "solicitando" al artista que estuviesen presentes en el mural diversidad de elementos connotados con la vida del barrio, con los obreros y obreras, con la fama del producto aquí envasado y con aquellos momentos en que la historia hizo vivir a una comunidad entera circunstancias diversas, dado que el mural será un referente directo para enseñar la historia a los más de 10000 visitantes que anualmente se dan cita en el Museo, convertido en una de las principales atracciones del turismo cultural del departamento de Río Negro.
muy especial a la visita de las autoridades de ICOM y congratulándose por la distinción al Museo municipal que "viniendo de un organismo internacional no es poca cosa" dijo el jerarca. Expresó, con respecto al Museo de la Revolución Industrial, que se alegraba de haber mantenido el respaldo a una obra que se inició en un período anterior, reconociendo el valor de las cosas que se hacen bien y son de la gente más que de un gobierno municipal o de un partido político.
Viene de adentro, de las vísceras.
Viene del intelecto.
Viene del instinto.
Llega marcado en el anca, como un ganado ancestral que aparece desde la noche de los febreros y desaparece, como todo remedio del alma, apagándose casi sin darnos cuenta y sin dejar rastros visibles.
Es opaco, como de “paleta baja” pero que - por la calidez de tonos y la gama de matices que vibran bajo la luz incierta de las bocacalles - parecería que estamos frente a un cuadro expresionista escapado y viviente, que el marco no pudo contener.
Es crítico desde el alma.
No hay mascarito ni murga que no libere sus sentimientos – a veces desordenadamente – para gritar sus dolores, sus alegrías, sus miedos, sus deseos, su solidaridad o su repudio, frente a los demás. Pero siempre desde lo humano y personal; pocas veces desde lo institucional.
Y es impúdico.
Generosamente impúdico.
El carnaval desnuda prejuicios, vergüenzas y se instala en el trono de Momo para decir - sin pelos en la lengua aunque sí con poesía, arte popular y una cuota grandísima de sinceridad - lo que durante todo el año calla o duerme en el espíritu popular.
Y es humor.
Grotesco humor.
Roza lo negro, acaricia lo fantástico y se ahonda en el simbolismo para darnos desde una mezcla de instinto, pasión e intelecto, una gama de momentos individuales o colectivos de alto contenido plástico, de riquísima expresión popular y una muestra muchas veces incomprendida de cultura local.
Y no es un carnaval turístico.
Va más allá, por suerte.
Va más adentro.
Se abraza al alma.
Y, en las ropas incoherentes e inarmónicas de los “mascaritos sueltos”, con sus formas sensuales a fuerza de almohadones cómplices y voces aflautadas en busca del anonimato; en los murguistas de ropas prestadas del año anterior, con falsos lujos y gargantas maravillosas, críticas y amorosas; en los carros adornados – riquísimos en espíritu y pobres en material – ocupados por reinas pueblerinas y soñadoras y un público casi igual en sentimientos pero estaqueado en los cordones de la vereda – un poco sorprendido, un poco divertido, un poco envidioso – transcurre uno de los carnavales más humildes por fuera, pero tan maravillosamente rico, tan apasionadamente enamorado desde adentro, tan sencillo como todo lo que realmente vale, que si lo miramos y lo vivimos con la mente, el corazón y el alma generosamente abiertos, no podremos olvidarlo.
Y llegará a nosotros, nos estaqueará al cordón de la vereda o nos hará tapar la cara con un trapo, nos hará aflautar la voz con pudor y miedo a ser descubiertos y nos hará mezclar con otros mascaritos.
Y el calor de todos juntos y la algarabía y los gritos y los saltos y las corridas nos llevarán a ese mundo extraño pero real, oscuro, brillante, humorístico, crítico,
sencillo y profundo, humilde y bello, personal y generoso.
Ese mundo contradictorio, vital, agridulce.
Ese mundo carnavalero que todos los años volverá desde la noche de los febreros - como un remedio del alma – y luego desaparecerá casi sin darnos cuenta y sin dejar rastros visibles.
Ricardo Ríos Cichero.
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Hay dos motivos fundamentales – aunque no excluyentes, por cierto - que inducen a hombres y a mujeres transmutarse espontáneamente en mascaritos.
Lo primero - elemental cuando se habla de disfraz - es encubrir la identidad frente al público. Lograrlo es ya motivo suficiente para una primitiva diversión desde la impunidad del anonimato. Sin embargo, el mascarito no se detiene allí, sino que se exige ir más allá. Necesita flirtear con esa excitante posibilidad de ser desenmascarado y para ello emplea la provocación. Entonces baila, abraza, gesticula y habla a gritos o en susurros a parientes y amigos contándoles situaciones comprometidas, para él y para ellos. Es como un ceremonial que guía y engaña - todo a la vez - “jugando con fuego”.
Lo segundo es transformarse en un censor social. Es un termómetro de la vida cotidiana. Y esas sátiras son expresadas a través de un humor negro, simbólico o grotesco, llegando hasta el realismo fantástico.
Salvo excepciones, sus “víctimas” son los individuos que con sus actitudes o acciones hieren material, ética o sentimentalmente a la sociedad, o los que – en el otro extremo – dan lo mejor de sí por su gente, con amor, entrega y desinterés. Y él, el mascarito, ridiculiza o remeda los hechos a través de una dramatización directa e indiscutible.
Y este “sacar los malos y buenos trapitos al sol” es elaborado con tanta originalidad, que va más allá de un hecho casual de una noche carnavalera para transformarse en una serie de riquísimas creaciones. Lamentablemente esta obra intuitiva, elaborada espontánea e improvisadamente, tiene una efímera vida captada muchas veces por unos pocos espectadores que, depositarios de ese fugaz resplandor cultural, se maravillan ante la expresión de algo muy profundo, mezcla de instinto, sentimiento e intelecto.
Siempre encaro mi obra alimentado por esa concepción del Arte popular de mi pueblo; y esa gente tapada de trapos y pintura – parientes, amigos, vecinos - siguen emocionándome, refrescando mi memoria, transportándome hacia los días lejanos y felices, cuando miraba yo todo desde mi metro y poco de altura, sentado “a caballito” sobre los hombros generosos de mi padre.
Sin embargo, creador yo también, mis obras se han alejado aparentemente de mis inspiradores; lo exterior de mis mascaritos se parece poco a esos entrañables y bochincheros “mamarrachos” fraybentinos pero adentro, en el alma y los sentimientos que intento darles, siguen aspirando a ser como ellos, como los verdaderos, a los que amo entrañablemente y extraño tanto.
Ricardo Ríos Cichero






LA PARED DEJÓ DE SER BLANCA...